No voy a votar por Gustavo Petro. Una de las razones es, o mejor dicho, la razón principal, que no tengo derecho de voto en Colombia.
Todavía me quedan unos dos años para poder solicitar la ciudadanía colombiana, pero ese es un tema para otra conversación.
De cualquier manera, como extranjera viviendo en tierras de realismo mágico desde hace seis años, me doy el derecho de hablar sobre este tema, ya que impacta mi vida personal de diferentes maneras. Por alguna razón, las personas piensan que voy a votar por él (será por mi acento bogotano, que imito muy bien, o por mis Converse sucios, no lo sé).
El comunismo vive en el imaginario colectivo como un fantasma que asusta por las noches. Al mismo tiempo, las contradicciones que observo cada vez que interactúo con mi familia colombiana y sus allegados son muchas. Son curiosas; a veces me río de ellas, en otras ocasiones me fastidian.
Hoy fue uno de esos días en los que me fastidié. Durante una conversación relajada de domingo en el parque, había una señora, amiga de una amiga de la familia. No la conocía, pero la traté con mi simpatía brasileña de siempre. La señora, de unos 50 años, comentaba que casi no sale de su casa, que pasa el día en pijama, relajada, que le encanta comprar plantas, especialmente orquídeas, y que solo sale de casa para visitar a su hijo o cuando una amiga la invita a salir. Afirmaba estar feliz viviendo en Villa de Leyva, un privilegio de la clase alta bogotana, generalmente.
La conversación avanzó, cambiamos de tema, y luego mencionó que no le interesaba sacar la ciudadanía europea a pesar de sus raíces judías sefardíes, pero que a su hijo sí le interesaba. Hablamos de lo caro que era. Entonces, ella dijo: "Solo me iría si gana Petro, ahí sí no se podría vivir aquí". Se puso angustiada al decirlo.
Yo, muy amablemente, le dije que se tranquilizara, que no habría necesidad de dejar su bello país. Aunque él gane, un presidente no dicta todo en la política ni en la economía de un país; están el Congreso, el Senado, las fuerzas económicas de siempre, que seguirán ahí para equilibrar los poderes. Al menos en el modelo político colombiano, así funciona. Además, son cuatro años y ya.
Apenas pude terminar de hablar cuando ella se alteró. Me dijo que yo no sabía de lo que estaba hablando, que ella pasa mucho tiempo leyendo y estudiando en internet, y que ella sabía que eso sería el fin.
Entonces mi esposo, que no suele guardar mucho su opinión, comentó que hoy en día todos afirman ser analistas políticos, así como durante la pandemia muchos decían en redes que debíamos tomar cloro para curar el Covid-19. ¿Cuántos especialistas en salud no vimos graduarse en Facebook desde 2020? Lo mismo pasa con la política.
Yo, obviamente, de acuerdo con lo que él dijo, lo reafirmé y le comenté que mucha gente solo quiere ganar clics en la web y generar pánico. Todo va a estar bien.
Mi intento de consuelo no le sirvió, de hecho, solo empeoró la situación. Entonces, ya harta del mismo combate, le dije: "Yo estudié Ciencias Políticas durante mi carrera en RI, y te digo que esta es mi visión, mi análisis del panorama".
Hablé en español muy claro y educado, porque así hablo siempre, confiada en mis bases familiares y en la educación que he recibido. Sin embargo, mi mensaje no fue bien recibido. Ella interpretó, o quiso interpretar, que yo le dije que era ignorante. Afirmó que su familia había sido víctima de la guerrilla, que no estaba de acuerdo con los acuerdos de paz, y que la clase empresaria, de la cual ella forma parte (alzó la voz para decirlo), sufriría mucho en manos de Petro. Según ella, su gente es la que genera empleo en el país, y eso no puede parar.
Ella no sabía, ni supo, que también hablaba con una empresaria, que da empleo a varias personas y aspira a hacerlo en mayor escala. Me sacrifico para dar buenos pagos a mis colaboradores; no quiero crecer explotando la plusvalía de la gente. Todos los días soy consciente de la importancia de la distribución de la riqueza e intento trabajar con ese principio. Pero la diferencia principal entre ella y yo es que ella es el tipo de empresaria que no genera valor, que no produce, que solo gasta en orquídeas y cree que su familia hace caridad al dar trabajo a personas que ganan el sueldo mínimo, las mismas que soportan todas las dificultades que ser pobre en Colombia conlleva. Ella no trabaja, pero yo sí, mi esposo también, mis suegros también, y ambos trabajan muy duro para su edad. Nosotros estamos haciendo que la rueda gire.
La impresión que da es que, en su mundo, eso es el capitalismo y la libertad. No se da cuenta de que lo que más le provoca miedo es propiciado por el propio monstruo que los "empresarios de Colombia" alimentan: la desigualdad.
Al ver que la conversación no iba bien, me agaché para jugar con el perro. Miré hacia arriba y respiré profundamente. Mientras tanto, la señora continuaba con su tono de voz alto y empezó a "representarme" e ironizarme, moviendo la mano como si cargara un diploma, diciéndome creída por tener un título universitario y maleducada por llamarla ignorante.
Ella me acusó de ser pretenciosa por decirle que no se preocupara, que todo iba a estar bien, que ese era mi análisis, que había estudiado para eso: analizar escenarios internacionales, políticos y económicos. Fue pretenciosa, según ella, por escuchar sus conversaciones sobre su vida fácil, tranquila y feliz, mientras yo pensaba en que debía volver a casa para organizar mi semana de trabajo duro y buscar fuerzas para seguir adelante, a pesar de las dificultades de tener un negocio en países como los nuestros, donde el gobierno se lleva nuestras mínimas ganancias mientras superfacturan obras y cobran peajes abusivos.
Mi familia se molestó mucho, al igual que yo. Como parte de mi proyecto de desarrollo personal, no debo permitir que las personas "me pasen por encima" gratuitamente. Me posicioné en mi lugar de habla y fui enfática. Respiré, alcé un poco la voz y le dije: "Perdón, pero ahora tengo que frenar esta conversación. En ningún momento te dije ignorante; yo respeto a todas las personas, los animales, el medio ambiente. Solo expresé mi visión, mi análisis, y eso debe ser parte de la conversación. Soy de Brasil y he vivido aquí por seis años. He trabajado con gente de todos los estratos, en lugares muy alejados de aquí, he visto de todo, he vivido en muchas partes. Te digo que la solución no puede ser matarlos a todos (a los guerrilleros). Y uno no debe irse de su país solo porque ganó quien uno no quiere. Este país está lejos de la democracia, y aquí tienes el ejemplo".
Mientras expresaba esto, tras su discurso irrespetuoso, le dije: "Y a mí no me gustan las personas como tú, que no saben escuchar y no quieren la democracia".
La última frase que escuché de ella fue: "Yo sí quiero la democracia, yo lucho por la democracia en mi país". El resto no lo escuché porque decidí marcharme para no estresarme más y para no desgastar la relación con nuestra querida amiga, quien siempre nos ha tratado bien. Luego sentí pena por haber confrontado a una mujer que no conocía, por responderle allí, delante de mi familia, quienes, como yo, son trabajadores y estaban disfrutando de sus tan esperadas vacaciones. Pero no pasó nada; todos nos apoyamos, y a ninguno nos gusta ver que se están aprovechando de uno de nosotros.
Esta pequeña historia, tan insignificante, es el retrato crudo de la realidad en los centros urbanos de Colombia: la intolerancia, la falta de interés por el análisis profundo, la incapacidad absoluta de escuchar. Eso es lo que más me preocupa. El país sigue creciendo, la economía se mantiene razonablemente estable en comparación al desastre económico del covid-19 en la región; sin embargo, es un país políticamente inmaduro. Su gente no entiende que amar la patria no es irse a Miami o a Italia si gana el candidato de la oposición. Madurar es aprender a aceptar cuando uno pierde, seguir dando lo mejor de sí, continuar con la vida y convivir con las diferentes voces de las múltiples Colombias que existen.
En Colombia no hay espacio para Francia Márquez, para Gustavo Petro, ni siquiera para Fajardo o Robledo. Quienes creen en ellos, con todos sus defectos, fallas, populismos y carismas (o ausencia de estos), son pocos y son débiles, porque aún no han aprendido a crear espacios de impacto para la discusión política, para educar y abrirse a otras visiones que permitan la simple convivencia.
Las heridas de la guerra aún laten con fuerza, lo sé, lo he visto en mis trabajos de campo por rincones de Colombia muy diferentes a Villa de Leyva. A pesar de esas heridas, la mala educación y la comodidad prevalecen en los centros urbanos. El status quo es lo más importante para los centros urbanos, donde vive la gente de más recursos.
"Si gana Petro, nos vemos en la isla de Capri, muchachos."
"Aquí les dejo el contacto de quienes ayudan a obtener la nacionalidad europea por los sefarditas; vale la inversión, porque aquí no nos quedamos con Petro."
Esas frases de arriba son Ctrl+C Ctrl+V de la realidad, las he escuchado en muchas ocasiones.
El tema de Petro, el comunismo y Venezuela va y viene en mi vida; parece estar siempre en boca del pueblo. Hace unos años casi pierdo mi trabajo como City Manager de una empresa de turismo en Bogotá por culpa de Petro. Una señora, que envió a dos empleados de su hotel para conocer la experiencia del walking tour de Guerra y Paz (el primero de Bogotá), acusó a mis jefes (que estaban en otro país) de que yo estaba haciendo publicidad a Gustavo Petro y demonizando a Uribe. Repito: la señora que reclamó ¡ni siquiera había estado en el tour!
¿Serán brotes colectivos o tal vez padezco de una enfermedad desconocida que me hace decir cosas que nunca tuve la intención de decir? Porque esas palabras nunca salieron de mi boca.
Desafortunadamente, en Colombia decir las cosas con frialdad, analizar el pasado y sus posibles futuros sin emociones involucradas, y alegrarse al ver que el conflicto comenzaba a resolverse con los acuerdos de paz es casi un crimen contra "la gente de bien" que quiere callar a quienes opinan diferente.
Este fue el relato de una empresaria de la clase trabajadora, una de esas personas que están cansadas, pero que aún tienen energía para manifestarse de vez en cuando y defenderse de los que quieren callar voces opuestas.
Si gana Petro, que se vayan todos a la Isla de Capri, mientras yo me quedo acá, levantándome temprano para trabajar, pagar impuestos, ofrecer salarios justos y disfrutar de la fiesta de la democracia en un país que nunca ha tenido un presidente de izquierda y menos una vicepresidenta negra.
Al final del día, la voz del pueblo es la voz de Dios.
PD1: Esto no fue un artículo sobre política.
PD2: Yo no votaré por Petro.
Paz en sus corazones. ❤️
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